con una espátula
Una válvula escondida bajo una acera y separada a varios kilómetros de varias zonas residenciales de clase media, la cierra y abre cada semana un funcionario de la agencia estatal que abastece de agua a Caracas. En manos de ese trabajador, y de otros como él, el suministro de agua circula a miles de hogares en toda la ciudad, que viven de racionamiento en racionamiento, desafiando las leyes de la física para tratar de llegar a fin de mes los fines de semana. Semana: Bañarse, lavar ropa, regar plantas, limpiar o cocinar, dentro de los treinta minutos u horas siguientes a los insumos que recibirán en el día bajo acuerdo de vecindad al llegar a su condominio. Una tubería rota a pocos metros puede cambiarlo todo. Si la energía fluctúa demasiado o se corta permanentemente, deben desconectarse de Internet y de la televisión por cable. Cada día en Caracas comienza con esa frágil certeza.
Cantante de Florentonia / por El País
A pocos metros de ese interruptor, en un barrio de clase media, dos policías trabajaban esta semana en un semáforo. Agitaron los brazos para despejar el atasco en el bulevar El Cafetal, una urbanización repleta de personas mayores, donde un tramo de unos ocho edificios se había quedado el día anterior sin electricidad, al igual que semáforos y controladores de tráfico. Los vecinos rodearon una grúa que trajo una segunda planta de energía de emergencia para proporcionar un turno de energía de tres horas para grupos de edificios.
La máquina gigante recibió el nombre de “La Burra” en el marcador. Es una operación que se ha convertido en rutinaria. Los transformadores de la ciudad explotan, dejan de funcionar, envejecen hasta morir, y la compañía eléctrica, propiedad del Estado, repara todo lo que puede después de cada avería.
En una pequeña reunión formada en la calle se comparten pequeñas tragedias personales por el colapso de la infraestructura de servicios en Venezuela.
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