En las ciudades venezolanas no saben de pantallas gigantes, palmeras, rascacielos recién construidos ni murales. Los colores, las luces incandescentes, el equipo de “juntos todo es posible” no llega allí. En el campo hay polvo, hambre, máscaras gastadas que no tienen dinero para pintar sus casas.
Antes, la comidilla del pueblo era qué número comprabas en Chance a las siete, si conseguías topochos o aguacates en el bosque, o en cuál de las dos panaderías comprabas pan. Abuelas, tías, familias hablaban de niños que llegaron a la escuela secundaria o que estaban perdidos al borde de no llegar a la escuela secundaria. Esta era la cotidianidad que conocían, la realidad que los golpeaba en las costillas, al menos en Albarico, un pequeño pueblo del noroeste del estado Yaracuy.
Pero la prolongada crisis económica y política del país, que empeoró entre 2015 y 2019, primero con una aguda escasez de alimentos e hiperinflación y luego con un gran apagón nacional, así como un deterioro de las pensiones y los salarios, lo cambió todo. La gente hace cuerdas para sobrevivir.
Dos mujeres se movilizan para atender a una vecina que acaba de ser dada de alta por un derrame pleural. Es un jubilado y un anciano de 80 años, sin hijos ni familia. Los vecinos hacen lo que pueden para llevarle comida y algún medicamento, entre varios le han combinado antibióticos, le han comprado pastillas detalladas.
El Diaper, Bed Center también proviene de donaciones. Dan gracias a Dios porque el hospital lo atendió y no lo dejó morir. Un día, uno de los vecinos lo vio nadando en heces y orina, las enfermeras se negaron a limpiarlo, por lo que ese día se arremangó el suéter y lo limpió con papel y agua, porque por suerte había agua en el hospital.
Todavía recuerda el color amarillo de los ojos y la piel del anciano, los días en que nadie lo alimentaba ni lo limpiaba en el hospital, y le pide que olvide pronto su recuerdo.
Hay días que el vecino almuerza y otros que no, todo depende de la ayuda de la señora o de otro vecino que pasa con un vaso de café y pan.
Mientras trabajan para cuidarlo, una mujer le dice a otra: “Tenemos que darle uno de esos paquetitos, que están relacionados con la desnutrición”. El otro asiente con la cabeza y dice que sí, porque está muy flaco, pero lo peor ya pasó.
La ciudad ahora menciona una palabra que antes no parecía estar en el lenguaje humano: desnutrición, pero ahora la comunidad de Yaraku sabe de la existencia de Cáritas y también saben que algunos pueden pedir ayuda cuando tienen hambre.
Allí, donde no llegan los murales y los medicamentos, pero promueve Esequipo, pintura fresca y colorida que bordea el mapa de Venezuela, así como otros mensajes sobre el referéndum, se habla ahora del “sobre” de la nutrición. Un niño enviará ropa desde Estados Unidos. Los que van al Darién o los que recién llegan a Colombia.
Donde todo parece congelado en el tiempo, donde los coches envejecen y la chatarra gana valor, la vida ha cambiado de forma, aparecen nuevas palabras que expresan decadencia, ausencia de recuperación, pero también fragilidad e incertidumbre. La asistencia estatal y social se olvida y se utiliza sólo durante las elecciones.
Todo se ha vuelto amarillo como la piel del vecino que poco a poco se va contagiando. Pero esa gente ha cambiado, ya no cae en la propaganda que llega lejos, ya no la cree, ya no la escucha.
Vista de publicación: 81